martes, 25 de agosto de 2009

Contra las patrias. (14)


En sus "Acotaciones" observa Benavente: "Todas las madres y todas las patrias nos quieren pequeños para que seamos más suyos. La diferencia es que la madre llora ya acaricia; la patria detiene y castiga". Virgen inmaculada y expuesta en la picota al asalto de los lujuriosos dragones enemigos, la patria es también madrastra represora. En cualquier caso en su regazo hemos de hacernos pequeños y balbucientes, acríticos, incapaces de distanciamiento o réplica. Un político español del siglo pasado ya dejó dicho que la patria, como la madre, no es buena ni mala, sino nuestra. No hay mejor modo de condensar en pocas palabras la obcecación de un mito y aprovechar el naturalismo de un instinto para fundar el apego a una institución histórica, es decir, convencional. "La patria hay que sentirla", "quien la discute no es un bien nacido", "su unidad es sagrada", etcétera, declaraciones rotundas destinadas a cerrar el paso a cualquier reflexión sobre una realidad cuya fuerza aunadora consiste en no soportarlas, en rechazarlas de antemano todas. Y es que la razón es disolvente, particularizadora, individualizadora; es un instrumento que cualquiera puede utilizar sin esperar el permiso de la autoridad competente ni someterse al último grito unánime de la multitud aborregada; y es también una instancia difícil de sobornar, que reclama pruebas y confirmación empírica, o al menos verosimilitud lógica, a los grandes lemas que se vociferan ante ella. En una palabra, la razón es la tarea del adulto y conviene mal al patriota, cuya condición -por muy feroz que sea al exteriorizarse- exige aniñamiento y puerilidad. Hijo, me matas a disgustos, que díscolo eres: toma ejemplo de tu hermanito, que es tan bien mandado y tan formal...

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