martes, 1 de septiembre de 2009

Contra las patrias. (31)


Reconozco que personalmente no siento demasiado cariño por la ideología tercermundista, que me parece uno de los más indeseables productos del imperialismo yanqui. También estoy convencido de que la cultura tiene, por propia naturaleza, una dimensión invasora y no deploro que los íberos, por ejemplo, vieran anegados sus más caros rituales bajo el vigoroso colonialismo del pensamiento griego y la legislación de Roma. Lo que en cada pueblo es culturalmente peculiar y merece eternizarse no puede retroceder ante el mestizaje, la impregnación y la confrontación con los complejos culturales dominantes de la época. Parafraseando un dicho de Alejandro Dumas sobre la novela histórica, pudiera establecerse que es lícito violar una cultura, pero a condición de hacerle un hijo: pues nada es más estéril que la pureza autóctona y las raíces incontaminadas. Por otra parte, al cultura no debe renunciar a principios de valoración con pretensiones universales, y, ahora, no me refiero a culturas nacionales, sino a lo que es más importante, a la cultura que asume y vive cada individuo. Hay ciertas cosas que deseo como valiosas en sí mismas, más allá de las diferencias geográficas o raciales, lo que me permite juzgar comportamientos de comunidades a las que no pertenezco y denunciar desmanes lejanos. Si oponerse a la barbarie inspirada por venerables tradiciones es etnocentrismo o imperialismo cultural, bienvenido sea. Hay cosas que me parecen más respetables que las peculiaridades tribales. No admito que se invalide mi repudio de la teocracia de Jomeini arguyendo que, como yo no soy musulmán ni chiíta, no puedo comprender lo que ocurre en Irán. Y, ante ciertas atrocidades, no vale dcir "a los judíos nos odian" o "a los vascos no nos entienden" como coartada difrencialista de lo que en ninguna parte puede tener cabida. Nada más saludable que potenciar la típica expresión cultural de cada pueblo, frente a la uniformización multinacional de plástico y hamburguesa, pero que sea para darle contenidos más altos que el balbuceo folclórico o la justificación del crimen.

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