Entre los diversos elementos que definen una cultura, y una identidad, he citado siempre la lengua, aunque no he insistido en que no se trata de un elemento más. Llegados a la última parte del libro, es quizás el momento adecuado para separarla de los demás y concederle el lugar que merece.
De todas las pertenencias que atesoramos, la lengua es casi siempre una de las más determinantes. Al menos tanto como la religión, de la que ha sido una especie de rival a lo largo de la Historia aunque a veces ha sido también su aliada. Cuando dos comunidades hablan lenguas distintas, su religión común no es suficiente para unirlas católicos flamencos y valones, musulmanes turcos, kurdos o árabes, etc.; tampoco la unidad lingüística, por otra parte, garantiza hoy en Bosnia la coexistencia entre ortodoxos serbios, católicos croatas y musulmanes. En todas las partes del mundo, muchos estados que se forjaron en torno a una lengua común se desintegraron después por causa de querellas religiosas, y muchos otros, forjados en torno a una relgión común, fueron despedazados por querellas lingüísticas.
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