martes, 8 de diciembre de 2009

Progresa adecuadamente. (26)


Cuenta Marita Rodríguez en la primera del número de septiembre del boletín de la Asociación por la Tolerancia la historia de una canallada. La historia es sencilla. Una familia castellanohablante del Baix Llobregat tiene a sus dos hijos, de 10 y 5 años, escolarizados en el colegio público El Barrufet, de Sant Boi. Como es habitual en este predio nacionalista llamado Cataluña, los niños reciben toda la enseñanza en catalán. El problema es que ambas criaturas son sordomudas. Y que la mejor forma de que puedan expresarse verbalmente -la única, en realidad- es que sean educadas, en casa y en la escuela, en una misma lengua, que no puede ser otra que la materna. Por otra parte, la Generalitat dispone para estas coyunturas de un servicio asistencial. Se llama CREDAC y cuenta con unos especialistas, los logopedas. Estos logopedas asisten a los niños en la escuela unas cuatro horas por semana. Y los asisten en catalán. Es decir, en el caso que nos ocupa, no los asisten en absoluto.

Como pueden figurarse, los padres de las criaturas han hecho todo cuanto han podido para que sus hijos fueran escolarizados y asistidos en castellano. Y tanto han hecho que, según la madre, a la que se ha concedido la invalidez permanente debido a su estado de ansiedad, la Administración ha llegado incluso a amenazarles con retirarles la patria potestad de sus hijos si seguían con sus reclamaciones. Pero, además, y por si no bastara con lo anterior, el centro educativo, en consonancia con los criterios emanados del Departamento y con el noble empeño, sin duda, de aligerarle al mayor de los hijos su carga educativa, ha tachado de su lista de libros de texto -la misma que se entrega a los demás alumnos de la clase- el correspondiente a Lengua Castellana. Por supuesto. La verdad es que están en todo: sólo faltaría que encima el niño tuviera que aprender dos idiomas.

Tanta sinrazón no merecería más que la burla o el desprecio si no fuera porque está en juego el futuro de dos criaturas -por no hablar del presente de toda una familia- y porque el causante de estos atropellos no es otro que el Departamento de Educación, empeñado en situarse al margen de la ley y de todo sentido común. En efecto, de no cambiar su situación escolar, esos niños se verán reducidos a expresarse mediante la lengua de signos. Y no sólo eso: incluso en esas circunstancias pueden encontrarse de nuevo con el mismo problema, o con uno parecido, en sus tratos con la Administración autonómica. Como ustedes tal vez recuerden, hace un par de semanas el Consejo de Ministros aprobó un anteproyecto de ley por el que se reconoce legalmente la lengua de signos y el derecho a su aprendizaje y uso en todos los ámbitos de la vida pública. Se calcula que cerca de un millón de sordos y sus respectivas familias podrán beneficiarse de ello, lo cual constituye, sin duda, una excelente noticia.

Pero resulta que este reconocimiento oficial lleva asociada una precisión. No existe un lenguaje de signos universal, un sistema unificado, sino que cada comunidad lingüística ha desarrollado uno propio. Para entendernos: un sordo francés y un sordo japonés a duras penas lograrían comunicarse. De ahí que el anteproyecto ministerial prevea el reconocimiento de «la lengua de signos en castellano y en catalán». Sí, porque hay una lengua de signos para el castellano y otra para el catalán. Y no la hay, en cambio, ni para el gallego, ni para el vascuence. O el anteproyecto, cuando menos, nada dice al respecto.

No vayan a creer, sin embargo, que entre la lengua de signos en castellano y la lengua de signos catalán existan muchas diferencias. Según los expertos, lo que separa a ambos sistemas es bastante parecido a lo que separa el castellano hablado del catalán hablado. Poca cosa, pues. A lo sumo, una cuestión de acento. Nada que dificulte, en definitiva, la mutua comprensión. Pero, claro, no es lo mismo un adulto que un niño. Para un niño en edad escolar, este acento, aunque sea el del gesto, puede representar un idioma nuevo. Sobre todo si se le obliga cargar con él y llevarlo a cuestas durante todo el período de aprendizaje.

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