La opinión de Ramón de España en El Periódico de Catalunya.
Todo lo que huela a España debe ser eliminado. Tal es la principal obsesión de CiU, ERC y los demás partidos y partidillos nacionalistas de Catalunya (alimentada, por omisión, por el PSC, que es, en teoría, el grupo político que debería haber ejercido de muro de contención de los desvaríos separatistas, pero ha preferido dejar esa misión en manos del PP, movimiento táctico ineficaz y cobarde que, espero, acabará pagando en las urnas). En ese sentido, el señor Puigcercós puede repetir hasta desgañitarse que la prohibición de las corridas de toros no tiene ninguna connotación identitaria y que aquí lo único que cuenta son los derechos de los animales, pero yo no me lo creo. Y no soy el único. Es más, somos bastantes los que creemos que nuestros nacionalistas, inflamados por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut y la proliferación de banderas españolas el día en que la selección nacional de fútbol ganó el campeonato mundial de Suráfrica, han optado por darle un sopapo a España… en la cara de los aficionados catalanes al toreo.
Para ello han contado con la inestimable ayuda de los inevitables bonistas que se declaran amigos de los animales –aunque, en la práctica, solo lo sean de algunos, ya que cada día se sacrifican miles de pollos, conejos y otros bichos no menos sabrosos sin que ellos pongan el grito en el cielo–, comandados por un liante argentino que, al parecer, no tenía nada mejor que hacer en esta vida que trasladarse a Barcelona para amargarles la existencia a los taurinos locales. Espero que celebre el triunfo de su iniciativa con sus correligionarios –entre los que deben figurar todos esos energúmenos histéricos y violentos que pasaban las tardes de los domingos apostados ante la plaza de toros Monumental, insultando a los pacíficos asistentes a la fiesta, incluyendo a algunos amigos míos–, pero que tenga claro que su papel en todo este embrollo no ha sido más que el del tradicional tonto útil.
Una definición que, por cierto, también le cuadra al actual presidente de la Generalitat, José Montilla, del que corren abundantes fotos tomadas en la Monumental en las que se le ve disfrutando de la corrida de turno. Mantenerse en el poder exige sacrificios y, a veces, traiciones a uno mismo o a la ideología de su juventud. Después de pasarse por el arco de triunfo a España, la izquierda, el progresismo y cualquier otro concepto más o menos noble para intentar convertirse en un pequeño burgués catalán como su antecesor, el inefable Pasqual Maragall, acabar con los toros en Barcelona es pan comido. Pero ni así le van a querer los nacionalistas, con lo que su permanente sobreactuación patriótica no solo resulta grotesca y ridícula, sino también inútil y, probablemente, perjudicial para el partido que dirige.
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