Seguimos con los retazos del libro de Fernando García de Cortázar.
Más que recordar lo que de aventura común tuvo el siglo de la Ilustración, lo que de intereses compartidos hay en los Decretos de Nueva Planta -leyes, a despecho del mito, que sí tendían a uniformar España pero no a castellanizarla-, los nacionalistas catalanes prefieren construir una memoria de tenebrosas fortalezas y de reyes que ocupan militarmente Barcelona y trituran la lengua de "la nación". Felipe V y Carlos III han pasado a la historia como los reyes que impusieron el castellano al servicio de la uniformización y que prohibieron el catalán, algo que, supuestamnete, el pueblo y la inteligencia catalana debían de sentir, por fuerza, como una humillación. Lo peor, sin embargo, no es el murmullo de rencor que late detrás de esa imagen. Lo peor es que el mito ha terminado por cuajar, por flotar en el aire, por ser una certeza común. Lo peor es que la mayoría de los españoles han terminado por interiorizar la idea de un trato injusto y vejatorio para las lenguas minoritarias, un trato que se debe a la intromisión más grosera del castellano y a su imposición a golpe de decreto. El mito se ha hecho carne, y aunque la comunidad lingüística se haya conseguido por necesidad e interés, aunque el verso castellano deba mucho a escritores catalanes, aunque su supuesta intromisión haya sido en el fondo aquella que señores, notables y comerciantes catalanes ha querido que fuera, el murmullo que perdura es el de una lengua que avanza por las tierras de España en compañía de fieros conquistadores, monjes inquisidores, reyes absolutistas y terribles dictadores.
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