lunes, 28 de noviembre de 2011

Mi lengua es mi nación


Jesús Royo en La Voz Libre.


La semana pasada decía que, pese a ser la lengua un instrumento, un medio, un artefacto para comunicarnos los humanos, lo consideramos algo íntimo y definitorio de la persona: “yo soy mi lengua”. Pero eso es un espejismo, propiciado por el tipo y el momento del aprendizaje de la lengua materna: en la edad más tierna, cuando se están imprimiendo los circuitos cerebrales primordiales, y en un ambiente altamente emotivo, el regazo materno. Podemos decir que esa identificación entre persona y lengua es un refuerzo especial para el duro aprendizaje de la lengua, que nos asegura la posesión de nuestra destreza básica: hablar. Hablar es nuestra arma más poderosa en la vida, lo que nos asegura la subsistencia y el éxito como especie. No es extraño que la especie colabore en ello, colocando ese aprendizaje en el santasantórum de la persona.

Pero si yo soy mi lengua, el paso siguiente está cantado: “los que hablan mi lengua son los míos”. Ahí está representado el valor “nacional” de la lengua. La lengua puede ser usada con éxito como marca de solidaridad (con los míos) y de enfrentamiento (contra los otros). De hecho, el uso medieval y clásico de la palabra “nación” hacía referencia más que nada a la lengua materna. Se solía decir “catalán de nación” como “toscano de nación”, aludiendo a su lengua. Lo normal era distinguir la condición política de la lingüística: “español, catalán de nación” o “español de nación catalana”. Luego, cuando se constituyen las naciones de ciudadanos, o sea hace un par de siglos, la lengua tiene un uso principal como pegamento social para su cohesión interna. Las naciones con minorías lingüísticas -o sea, la mayoría- buscan la homogeneidad a través de la declaración de una de ellas como “lengua nacional”: el francés, el castellano, el toscano, el inglés, el turco. Lo cual implica la marginación de las lenguas particulares: occitano, bretón, catalán, vasco, sardo, siciliano, gaélico, kurdo.

Y al revés, las comunidades lingüísticas dentro de un estado aspiran a constituirse en estados separados, con la lengua como argumento principal de la nacionalidad: es el caso de Irlanda, que se separó del Reino Unido en 1922, o Noruega, separada de Suecia en 1905. Irlanda, que hizo de la lengua propia bandera para al independencia, la declaró lengua oficial y primera, junto con el inglés, también oficial, pero segunda. Ochenta años más tarde el gaélico no ha hecho más que perder posiciones, y hoy es lengua materna de apenas veinte mil ciudadanos, pese al gran apoyo que recibe. Noruega adoptó como lengua oficial el “noruego”, una variante del danés y el sueco: las tres lenguas son diferentes solo a efectos políticos, porque en la práctica los ciudadanos de los tres estados se entienden perfectamente hablando cada uno su lengua. Las empresas escandinavas, como la SAS, tienen así la excusa perfecta para adoptar el inglés como lengua “de trabajo”.

Cataluña, Euskadi y Galicia han pretendido seguir esa estela, sin éxito hasta ahora. Sin éxito en cuanto a la constitución de un estado independiente, pero con un éxito considerable en cuanto a la movilización social y logros parciales en las respectivas comunidades autónomas: en ellas la “fe nacionalista” viene a ser como una “ciudadanía añadida”, un DNI virtual, o peor, un visado extendido por una mafia que abre puertas y concede o retira oportunidades. En mi opinión, el nacionalismo lingüístico de nuestras “naciones sin estado” ya es cosa del pasado, un anacronismo que sobrevive por el impulso que recibió del Franco: al hundirse el franquismo, dio aval y argumentos a las causas que persiguió. Nos olvidamos de que el franquismo fue el “bando nacional”. Y que la “unidad de los hombres y las tierras de España” es exactamente lo mismo que la “cohesión social” que reclama el nacionalismo catalán, sobre todo el de izquierdas. Si Franco persiguió el catalán apelando a la “unidad”, hoy se persigue al castellano en nombre de la “cohesió”. Y habría que preguntarse cuál de las dos persecuciones es más dura. Yo lo tengo claro.

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