lunes, 23 de abril de 2012

Europa y España, dos crisis políticas en una

La opinión de Carlos Martínez Gorriarán en su blog. Un día es Esperanza Aguirre y al día siguiente José Bono, o algún foro o medio prestigioso como el Financial Times, quien da la voz de alarma sobre la insostenibilidad del Estado de las Autonomías. Sin embargo, no creo que nadie ecuánime (he dicho ecuánime) pueda negarnos a UPyD el mérito de haber diagnosticado los primeros, y con acierto y profundidad, la crisis política de la España de las Autonomías y su relación con la crisis económico-financiera que atravesamos (o está a punto de atravesarnos). Claro que, como dijo Octavio Paz a propósito del ostracismo que padeció por haber denunciado la dictadura castrista cuando la mayoría apoyaba la revolución cubana, si hay algo que no te perdonan es haber tenido razón antes de tiempo. Pero la política tiene esas cosas y habrá que asumir ese coste. Así que vamos a las cosas: estamos atrapados en una doble crisis que, como el bucle diabólico de las serpientes del Laocoonte, amenazan con asfixiarnos. Ya no sólo es el insostenible Estado de las Autonomías el que está en el candelero, sino también la Europa del euro, en parte debido a la incapacidad de España para resolver su crisis política, resolución que, por otra parte, requeriría de una política institucional y democrática europea inexistente. Pero, para exasperación de los aislacionistas que brotan como setas tras la lluvia en todas las crisis históricas, estamos más ligados que nunca a Europa como también la soberanía es algo más impotente que nunca. Repasemos cómo hemos llegado a este punto, porque comprender un embrollo es el primer paso para salir del mismo. Está fuera de toda duda que el peculiar desarrollo del Estado de las Autonomías –menos Estado común responsable y más Autonomía fiscalmente irresponsable- sólo podía financiarse con el boom económico ligado a la nefasta burbuja inmobiliaria. La colusión de intereses de Cajas de Ahorros controladas por las fuerzas vivas autonómicas y municipales con promotores inmobiliarios fue motor esencial del inflado de esa burbuja. Y también, lo que es peor, de que no se desinflara a tiempo. No se ha insistido lo suficiente en la gravedad de que el 51% del sistema financiero español (las Cajas) estuviera controlado por los mismos que decidían, con la peculiaridad de su irresponsabilidad fiscal, el 50% del gasto público español: el 36% de las Comunidades Autónomas y el 14% correspondiente a los ayuntamientos. Como estamos viendo, en caso de problemas era papá Estado y nos las adolescentes CCAA, desatadas en rivalizar por el inflado de sus narcisistas diferencias, quien respondería por el destrozo. Hispabonos, le llaman ahora a eso. La orgía de dinero fácil se basó en dos falacias muy caras: que las burbujas especulativas podían sustituir con ventaja a la economía competitiva (el “milagro español”), y que el ciclo de crédito barato internacional y doméstico no iba a tener fin. Todo ello empeorado por el negacionismo de la crisis ejemplificado por Zapatero y su gobierno, pero en el que participaron todos los grandes partidos, sindicatos, patronales, agencias de calificación y medios de comunicación. Las escasas Casandras en ejercicio que advertían del inminente final de la fiesta eran tratadas don desdén o simplemente ninguneadas; en UPyD lo sufrimos a fondo. La negligente y populista gestión política e institucional -¡ay, el Banco de España, puesto como modelo mundial de regulador bancario (de un sistema de los más sólidos del mundo, decían) mientras colaboraba en la orgía!- no hizo sino empeorar las cosas cuando las burbujas empezaron a desinflarse, a veces catastróficamente en el caso de la banca internacional. Bastaron dos años (2008-2010), los que fueron del superávit al déficit y del casi pleno empleo al paro desbocado, para demostrar que lo negado por casi todos era la pura verdad, a saber: que el Estado de las Autonomías era insostenible en caso de crisis económica, y que se convertiría en un factor de empeoramiento de la crisis en vez de ser un instrumento democrático para atajarla. Pese a las indignadas negaciones de los partidos grandes, y particularmente de los nacionalistas y paleoizquierdistas -¿quién recuerda ahora a ZP empeñado en sostener desde la tribuna del Congreso, contra Rosa Díez y apoyado por el PP, que las Autonomías eran la clave del progreso social y económico de España y un milagro igualitario?-, los impasibles mercados y observadores económicos internacionales pronto pusieron sus focos en las Comunidades Autónomas. O mejor, en lo único que les importa de ellas: su deuda. Las descubrieron tras horrorizarse con el estado financiero de las Cajas de Ahorro que éstas debían controlar. Siguiendo el hilo llegaron al ovillo: el problema era más político-administrativo que económico: la deuda pública de España era comparativamente reducida, pero la privada –garantizada también por el Estado- es descomunal, y de extensión y profundidad desconocida: la banca estaba pillada por su propia retórica del crecimiento ilimitado. Siendo cierto que la deuda española es una consecuencia de la crisis económica y no su causa, no es menos cierto sino más que tiene su causa en un Estado mal gobernado, elefantiásico, carente de transparencia y de controles públicos financieros eficaces, y con un reparto absurdo de competencias: el Estado que debe responder por las deudas de todos, el único con responsabilidad fiscal, sólo decide el 20% del gasto público y la inversión (y administra el 30% de la eficiente Seguridad Social). De modo que una crisis política nacida de un Estado inviable agravó los efectos de la crisis financiera internacional y de la burbuja inmobiliaria doméstica al revelarse incapaz de adoptar medidas de racionalización indispensables. Mientras el Estado recortaba su administración y sus gastos (por ejemplo, rebajando el sueldo a sus funcionarios), CCAA y Ayuntamientos seguían endeudándose sin dar cuentas a nadie, emitiendo “bonos patrióticos” cuando los prestamistas habituales rehusaron invertir en su deuda desconocida pero enorme, ocultando facturas impagadas, haciendo quebrar a empresas y autónomos con esa morosidad, y ampliando por motivos clientelares su ya mórbido séquito de entes públicos, la mayoría perfectamente prescindibles. Hay que repetir, hasta que todos lo entiendan, que los gobiernos de turno ya tenían y tienen instrumentos constitucionales para atajar esta deriva, controlar los presupuestos autonómicos y locales, eliminar duplicidades o administraciones superfluas (como las Diputaciones provinciales y los pequeños ayuntamientos estructuralmente deficitarios) y mejorar la gestión pública (capítulos de ahorro estimados por nosotros en unos 40.000 – 60.000 millones € anuales, cifra que todos repiten ahora sin citar la procedencia), pero no se hizo así, ni se quiere hacer, por una razón tan obvia como inconfesable, o mejor por dos: el enfrentamiento inevitable con los nacionalistas, considerados por PP y PSOE como sus socios naturales, y también con sus propios partidos, que han gobernado sus feudos autonómicos exactamente igual que aquéllos. Eso explica que la situación financiera calamitosa de muchas comunidades no distinga el color del partido que más tiempo las ha gobernado, sean PSOE, PP o CIU. Así como la crisis nace de un conjunto de malas políticas, son esas mismas las que ahora preservan de los recortes a ese Estado elefantiásico, mientras la podadera se emplea para los servicios públicos, educación, sanidad, defensa o I+D. ¿Y qué tienen que ver nuestras calamidades nacionales con la de la Europa del euro? Todo: si en vez de un club desigual y desorientado de egoístas Estados nacionales hubiera una verdadera unión política europea, una Europa federal con instituciones de gobierno económico bajo legitimación y control democrático, habrían quizá sucedido dos cosas imposibles hasta ahora. En primer lugar, una reacción contra la crisis a través de una política fiscal europea única, como única es la moneda, con un Presupuesto de la Unión que habría permitido traspasar recursos de las zonas con superávit a las deficitarias, del mismo modo en que en la fase anterior expansiva la periferia europea traspasó recursos al centro de la UE a través de sus importaciones. Es el funcionamiento habitual de un estado federal, como los Estados Unidos. Y en segundo lugar España se habría visto obligada, por su pertenencia a esa verdadera Unión Europea, a acabar con aquellos elementos del Estado de las Autonomías que lo hacen políticamente inestable e irracional, y financieramente insostenible. Habríamos tenido que acabar con las duplicidades y triplicidades, la gestión irresponsable y populista, el cáncer de los entes públicos incontrolados con el despilfarro, la opacidad y la corrupción que les son inmanentes. Nuestra democracia chirría desgarrada entre un sistema autonómico que ha vaciado de soberanía fiscal al Estado, y una Unión Europea que no es tal pero ha desprovisto a sus miembros de soberanía monetaria, sin compensarlos en casos de crisis. A esta UE que no es ni chicha ni limoná, como España considerada como Estado –ni centralista ni federal, sino todo lo contrario-, le es ahora indiferente si nuestra democracia se rige por normas constitucionales serias y es gobernada con buenas prácticas y sensatez, o todo lo contrario. Sólo le importa si podremos pagar la deuda contraída porque es el euro mismo el que estaría en juego en caso de quiebra. Terrible panorama, ciertamente: y sin embargo, una oportunidad histórica para que la UE se convierta en un verdadero Estado de nuevo tipo, y España deje de ser un chapucero work in progress encaminado hacia el fracaso como Estado.

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