
Me rebelo, en cambio, contra la repetición sistemática de argumentos que, en rigor, ni siquiera merecen tal nombre. Por ejemplo: que el uso del catalán como única lengua vehicular garantiza la cohesión. Oigo decir eso a gente que se proclama de izquierdas y se me desencaja la mandíbula. Otro tanto me ocurriría si dijeran lo mismo del castellano.
También me empiezan a chirriar las tragaderas cuando noto el automatismo con que se afirma que los padres castellanoparlantes no deben temer: «al terminar el ciclo escolar, los niños manejan con total eficiencia las dos lenguas», repiten algunos como un eco. Mentira, salen más bien torpes en ambas. Y por último, se esgrime una especie de última gran causa: la presencia imperial del español es tan contaminante, tan apabullante para el pobre catalán (por supuesto, amenazado de muerte), que incluso a pesar de la inmersión... ¡se oye hablar castellano en los patios! ¡Ay, señor, hasta donde hemos llegado!
No me cabe ninguna duda de que hay otros argumentos mucho más sutiles. Por eso lamento que siempre se utilicen estos, reduccionistas por principio y defendibles como democráticos solamente en una sociedad a la que se impone sistemáticamente la noción de una equivalencia mágica entre lo catalán y lo progresista, con la antítesis correspondiente que convierte todo lo español en paradigma del fascismo. Con esos argumentos, es difícil debatir a fondo el asunto. En el idioma que sea.
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