martes, 27 de septiembre de 2011

El catalanismo es un tigre de papel

La opinión de Jesús Royo en La Voz LIbre.
En el País Vasco, el miedo es palpable, es un pringue que todo lo ensucia y hace el aire irrespirable. Durante muchos, demasiados años, había que cerrar las ventanas para hablar de política, o uno se mordía la lengua en los lugares públicos, o se aceptaban con los ojos bajos las bravuconadas del batasuno de turno: “mucho ojito con lo que dices”, o “me he quedado con tu cara”. Tantos tiros en la nuca han servido para apelmazar el cuerpo social en torno al miedo, que hasta en los escaparates se evitan los colores rojo y amarillo: debe dominar el verde, el color de los robles de los bosques de la patria. Y el miedo es el que hace que la gente se aparte prudentemente de aquél que ETA -o su portavoz autorizado- ha marcado como objetivo a batir. Es el fenómeno obsceno de “la diana viviente” en torno a quien huele a muerto: los vecinos protestan porque un policía vive en la escalera, lo cual supone un peligro, sobre todo para las criaturas. En el País Vasco el miedo es espeso y lacerante, y ya veremos cómo se lo van a quitar de encima cuando todo esto acabe. Mi felicitación a los cómicos -luego blasfemos- de 'Vaya semanita': con la risa contribuyen a desprestigiar todo ese mundo mental batasuno autorreferente, cansino y ridículo.

Allá el miedo es espeso y huele a gomadós. En cambio en Cataluña el miedo se distribuye más discretamente, pero con eficacia semejante. Aquí no se mueve nadie, porque al que se mueva le cae encima el oprobio, la bronca y la condena de la Patria. Las consignas circulan a velocidad pasmosa: hay mucha gente dispuesta a hacerlas correr y muchos más dispuestos a dejarse convencer. Las comidas, los comentarios informales en el trabajo, los chascarrillos a la hora de la birra, los correos electrónicos, todo son puntos nodulares de una tupida red de valoraciones “desde el punto de vista nacional”. Una pequeña mafia que señala a quién hay que encumbrar y a quién hundir en el descrédito. Un día, por ejemplo, cité a Francesc de Carreras como ejemplo de pensamiento libre y ética impecable, y alguien que no lo conocía de nada me respondió que “claro, el caso de Francesc hay que comprenderlo, porque su ambiente familiar no es muy favorable a Cataluña”. Está casado felizmente con una riojana. ¡Y eso era motivo suficiente para desactivar toda su difícil integridad, la coherencia de sus opiniones, todo! A mí, profesor de secundaria, que en sesión de claustro me opuse a la prohibición de dar clase de castellano, con una argumentación muy parecida a la del TC, me cayó encima un chaparrón de descalificaciones, a grito pelao, relacionándome con los legionarios que entraron a degüello Diagonal abajo el año 39. La bronca quizá hizo mella en mí, quizá no, pero la misión del sacramental era claro: declarar que mis opiniones no eran tolerables, o sea que no se le ocurriera a nadie compartirlas ni confraternizar con ellas. Así es como ha ido construyéndose esa telaraña de opiniones obligatorias, de opiniones sospechosas y de opiniones directamente prohibidas. Y las personas avisadas, las que saben navegar -¡y flotar!- en las procelosas aguas catalanas, saben perfectamente a qué atenerse. La inmersión no es, como avisaba Maria Pla, profesora universitaria, cuando se implantó, “usar a los niños como soldados de la patria”, algo tremendamente peligroso. No, según las consigna mil veces repetida, la inmersión es lo más justo y saludable, en especial para los castellanohablantes, que así pueden escalar puestos en la sociedad, “como los catalanes de verdad”.

Mucha gente no comulga, pero calla. Callan los periodistas, porque si no, ¿dónde publicarían? Callan los profesores, porque no vas a jugarte las virollas por una tontería así. Callan todos los que tienen un puesto de trabajo relacionado aunque sea tangencialmente con la causa nacional: funcionarios, policías, médicos. Es así como se ha ido construyendo este monstruo, inflado con sus propias amenazas y sobre todo con nuestros silencios. Pero es un monstruo de papel, un globito inofensivo al que solo hace temible nuestro miedo. Hay que pincharlo, ya. Verán qué risa.

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